Necesitamos emocionarnos. Sentir una caricia, que se nos quiera y que tenemos el suficiente sentido de la empatía para dar esa misma caricia desde nuestra personalidad. Necesitamos vida y levantarnos todos los días como si fuera el último. La vida es algo demasiado grande, demasiado efímero y demasiado bonito como para despreciarla por un día. No aprovecharla es casi un crimen.
Afamados escritores como Henri Roorda no estarían muy de acuerdo conmigo, ya que al no verle más sentido a la vida que el sentido en el que estamos, decidieron volarse la tapa de los sesos. Incluso amistades nórdicas que he tenido me pidieron un respeto a la práctica del suicidio. “Si no le ves sentido a la vida, no sigas con ella y punto”, me decía una de las mejores personas con las que he tratado en mi camino vital. Es más, ha encontrado a una persona que le ha dado una nueva trayectoria y un hijo, y ha podido regresar a su país. Hoy su vida es feliz y tranquila, sin excesivos tropiezos, con la tranquilidad de contactarla de vez en cuando y verla con pocos problemas.
Luego pensé que lo de mi amiga era una diferencia cultural, porque yo al suicida por aquella época le consideraba ante todo un cobarde que no quería afrontar las circunstancias. Luego mientras ejercía el periodismo me dí cuenta de que el suicidio era un tema tabú. Puedes decir que alguien ha muerto por una leucemia, por ejemplo, pero nunca puedes decir que esa persona se suicidó, ya que es posible que generes un efecto dominó. Aún así, yo me quedo con la emoción, con la piel de gallina. Yo me quedo con la vida. Por favor.
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